Entradilla

Alas, plumas, fantasía, ganas de volar y de volver a mi planeta...

jueves, 7 de enero de 2016

TIEMPO DE GÁRGOLAS




La autora llegó a casa, leyó un panfleto que había cogido del buzón, lo dejó a un lado y distrajo su mente con otras divagaciones…

Si no fuera por el juego del aire entre sus plumas, que se deleitaba haciendo cabriolas y remolinos para escapar de aquella red, Lucía habría pensado que sus alas eran de mosca. Estaba inquieta, excitada. Sentía esa paz infantil que precede a los acontecimientos en que los adultos temen perder la compostura. Después de meses sin ver al dragón se sentía entumecida y, al mismo tiempo, la cercanía de su regreso le agitaba la sangre y notaba ruborizarse todo su cuerpo.

En su cabeza él había sido todo este tiempo un juguete moldeable. Había jugado a reconstruir en su fantasía el tacto de su piel rugosa, cortante, infalible contra la suya. 

También recordaba el olor de su nuca, del que se sentía casi propietaria, y sus alas se aflojaban pensando en los besos en las comisuras de las fauces de su monstruo, y aquel leve escalofrío cuando rozaba su mejilla con la lija de su barba que, aunque escasa, penetraba en su piel como un masaje, mezclando tacto y aroma.


A veces los recuerdos llegaban todos juntos, sus manos, su lengua larga y caliente, las escamas cortantes, la dureza y la blandura, su cuello de piedra, las piernas largas, inamovibles, tan graves que a veces dudaba de su propia capacidad para hacerle sucumbir y caer junto ella en el lecho.  Llegado este punto, se hacía necesario para Eclipse huir. Se sumergía en grutas cálidas y jugaba con las cascadas que, con su caída violenta, conseguían aplacar la nostalgia. Extendía las alas y dejaba que el agua recorriera el camino necesario para no tener que usar sus propias manos, cerraba los ojos y completaba las sensaciones imaginando la cara del lagarto recorriendo su cuerpo, respirando entre sus pechos como lo hacen los dragones, aplicando sus manos a la cintura como para labrar la piel y esculpir otra bestia que ya no debía ser ella, sino un ser más ligero si cabe, quizá aire para invadir los pulmones de la gárgola. Y el agua, inconsciente de su papel de sustituto, completaba su misión satisfactoriamente.


Según se acercaba Arlanzón, aquel gigante de aspecto furioso, su monstruo blando y jugoso que se dejaba comer, caliente y fragante, el sudor de Eclipse reaccionaba con la energía emanada del meteoro de su cabeza haciendo que su cuerpo, cada vez más pequeño e inestable se pusiera duro. Emocionada hasta el colapso, retorcía sus manos y mordía sus labios, en parte por volver a sentir la sangre más allá de su entrepierna, en parte por inseguridad. Lucía ya no podía confiar en sus ojos, las alas se desplegaban tensando el tórax y el abdomen, entonces el aire entraba más nítido, provocando un leve mareo parecido a la ansiedad. 


Sin apreciarlo, sus pies se separaban del suelo de forma que, cuando el dragón apenas se encontraba a unos centímetros, la agarró por la cintura y la bajó como sólo él podría, porque no era fácil oponerse a las alas de Eclipse. Según sucedía su descenso, se amarró con los brazos a la frente del dragón y este, favorecido por el empuje del viento contra el fuselaje de plumas, sólo necesitó tres saltos para perderse con ella en las cornisas de la ciudad.


La autora, tras agotar su inspiración, quedó exhausta y dubitativa ¿sería oportuno escribir esto? ¿Debería dejarlo morir, como la propia sensación de echar de menos a su bestia, por salud mental? ¿Debería sustituir esta creación por otra nueva, más pacífica?

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