Entradilla

Alas, plumas, fantasía, ganas de volar y de volver a mi planeta...

domingo, 23 de septiembre de 2012

ANTÍTESIS




Daría lo que fuera por echármelo a la cara una vez más. Esos ojos pequeños de bicho celoso. Y si pienso en él, mataría toda la música que me recuerda la depresión, y volvería a mis clásicos de antes, a ver la vida desde lo alto del árbol de la ciencia.

Si pienso en esa cara de humo de tabaco se me tuerce el gesto y se cierran los pulmones por un peso de estatua de hierro a medio hacer. Me sale en humo la ira contra su facha perfecta de serpiente.

¡Qué difícil es seguir adelante cuando pienso que me juzga con métricas terrestres, banales! ¡Si yo soy sobrenatural! Vuelo sobre el mundo, salto por encima de todos los hombres y planeo sobre su rutina.

sábado, 15 de septiembre de 2012

DELIRIO DE FINAL DEL DÍA


Puestos al propósito de escribir, escribo de pensamiento y peco en el fondo de cuestiones aéreas que no desembocan en nada.

sábado, 8 de septiembre de 2012

LA FUNERARIA


Play: Simpathy for the devil. The rolling stones

Imaginemos un día muy concreto entre todos aquellos que Bernardo tenía señalados en su calendario. Ese día, aparentemente como otro cualquiera, Bernardo se levanta a las 7:30 horas de la mañana, se viste, desayuna y sale de su cuarto en la Pensión Manuela para acudir a una cita que se repite diariamente.
Exactamente a las 8:00 horas de aquel preciso día, Bernardo se reúne con Acadio, 20 años mayor que él, para ir ambos a trabajar a la Funeraria Hijos de Fernández.
Quince minutos más tarde, Acadio y Bernardo suben el cierre y encienden las luces del local donde atienden a los familiares de las personas que acaban de morir. Acadio ocupa su lugar tras el atril que se encuentra junto a la puerta.
Bernardo cruza la cortina negra de plástico al fondo de la sala, se para en el pasillo, saca un café de máquina y continúa hasta su zona de trabajo. Bernardo es maquillador.
Ataviado ya con su uniforme higiénico, toma del mostrador metálico de su derecha el neceser donde se encuentran las pinturas y los pinceles que va a necesitar para adornar el cuerpo de una mujer llamada Señorita Ocaña, fallecida y amada por su familia que la recuerda.
1 hora y media después Bernardo se acuerda de algo que le deja en suspenso, en cuerpo y mente…
Bernardo siempre se queja de ser un trabajador desplazado, como describen los del ramo a aquellos empleados que viajan por toda la provincia en los distintos centros de la Funeraria. No obstante, la libertad que le otorga esta condición es algo de lo que nunca prescindiría. “Un accidente lo tiene cualquiera, ya se me ocurrirá algo”, piensa para alivio del bote de pintura malva que estruja nerviosamente con la mano izquierda.
No hay duda de que Acadio envidia a su joven compañero. Con su edad, su única ilusión en la vida eran su casa, en la que vive desde que era niño, y su esposa, a la que había conocido el día de su nacimiento. Ahora, cuando su mujer ya no está y su casa se le hace cada vez más grande y vacía, la inercia de su existencia no le permite decidirse a cambiar de rutina.
Suena la campanilla de la entrada justo cuando el reloj de pared anuncia la hora de abrir el chiringuito y en la radio se puede escuchar “Sympathy for the devil” de The Rolling Stones. Una mujer alta, delgada y elegante, vestida de rojo sangre entra en el recibidor. “Buenos días, soy Acadio. ¿En qué puedo servirle?” Un leve tartamudeo escapa de la garganta inconsciente del hombre.
_ Mi nombre es Lucía Fera, aunque los hombres me llaman Luci, y estoy buscando a una persona, la última noticia que me ha llegado es que estuvo en este pueblo… Necesito ver los registros de su establecimiento.
Acadio está tan sorprendido de la petición que a punto está de acceder a los deseos de aquella extravagante dama, a la que habría seguido por los infiernos sin planteárselo. Pero un crujido alrededor de la lámpara del techo hace que su mirada se libere de la de la visitante el tiempo justo para que sus razonamientos de experimentado tendero se desaten y recuperen su ritmo habitual. “¿Cómo se llama esta persona? ¿Ha fallecido en este pueblo? ¿Es algún familiar suyo?”.
La mujer se deja caer elegantemente sobre el mostrador y se toca el cuello mientras, mirando fijamente a los ojos de Acadio le dice:
_ ¿Son necesarias tantas preguntas, querido?_ ahora cambia el gesto sosteniendo la postura de manera que su cara adopta una expresión triste, de niña vulnerable_ se trata de un buen amigo mío, creo que puede estar en problemas.
“Ya, pero cuál es su nombre señorita, comprenderá que a una funeraria no suele venir mucha gente con problemas, de hecho, los que entran y se registran ya no podrían tener problemas”. Esto debió haber dicho Acadio, pero esos ojos marrones, tan enormes que eran inevitables y esos labios perfectos, tan rojos como el caramelo de las ferias, hacen olvidar al tendero sus responsabilidades. Con esfuerzo para dejar de mirar a la mujer, logra arrodillarse para buscar el registro bajo el mostrador.
_ ¿Qué hay al otro lado de la cortina, querido?_ aquel querido ejerce en Acadio un poder insuperable.
_ Es sólo el cuarto de maquillaje, mi compañero, es decir, mi subordinado, arregla los cadáveres para que puedan verlos sus familias en los velatorios_ dice Acadio que se siente importante tan sólo por poder contar a la dama algo que ella no sabe, o eso cree.
_ ¿Puedes llamar a tu compañero? Quizá él sepa algo de mi amigo, pobre…
_ ¡No! ¿Bernardo? ¡Imposible!_ Acadio piensa “cuando vea a Bernardo, un tipo joven y fuerte, ya no se fijará en mí.
En ese momento, Lucía Fera abre un pequeñísimo bolso y extrae de él un frasquito de cristal labrado con filigranas delicadas y complejas. El cristal es rojo. Destapa la botellita y, diciendo “qué calor hace aquí”, pone un poco de líquido en el dorso de la muñeca izquierda; deja caer otra gota en el dorso de la muñeca derecha; aparta unos pequeños y ligeros mechones de pelo negro azulado de detrás de su oreja izquierda con la mano derecha; con el dedo corazón de la mano izquierda recoge un poco de esencia del dorso de la muñeca derecha y frota después su dedo detrás de la oreja derecha; con la mano izquierda aparta su pelo de detrás de la oreja derecha, por detrás de la cabeza, toma un poco de esencia del dorso de la muñeca izquierda con el dedo corazón de la otra y lo frota detrás de la oreja despejada.
Todo esto lo hace la mujer en apenas unos segundos que dejan a Acadio extasiados haciéndole olvidar la agresividad que siente hacia Bernardo. Mirando aún las pequeñas y delicadas orejas de la visitante, que llevaba unos pendientes en forma de viuda negra, grita “¡Bernardo, ven aquí!”
Pero Bernardo ya está al otro lado de la cortina, olisqueando el aire alrededor, preguntándose de dónde vendría aquel olor tan embriagador, sensual. Al cruzar la lona negra se percata de que Acadio no está solo y siente vergüenza por la postura torpe de perro sabueso que lleva.
Bernardo ve a la clienta, la mira desde los tobillos hasta la frente y a cada avance de su mirada Luci adopta una postura que le permita al joven observar exactamente lo que busca. Él recuerda la última vez que hizo el amor con una mujer y al instante siente que si no consigue aquel cuerpo se sentirá virgen el resto de su vida.
_ Tú debes de ser Bernardo_ dice ella.
“Si vuelve a repetir mi nombre creo que no me van a aguantar las rodillas”, piensa él.
Entretanto Acadio se siente desplazado, ve cómo los otros dos se miran a los ojos intensamente.
_ Decidme, caballeros, ¿llevan mucho tiempo trabajando juntos? debe ser tan difícil llevarse bien, lo digo porque ambos parecéis dos hombre fuertes e independientes, con carácter_ Lucía acapara la atención de los dos hombres, que se han situado uno enfrente del otro con una separación de aproximadamente dos metros y medio.
Los compañeros se miran a los ojos frunciendo el entrecejo y Bernardo dice, a tiempo para evitar que Acadio responda primero:
_ Oh, no, no. No es difícil, somos personas comprensibles, sabemos llevarnos bien. Llevamos tres años trabajando juntos y, a pesar de la muerte de la esposa de Acadio, no hace ni seis meses, nos entendemos y compenetramos bien.
El tendero mata a Bernardo con la mirada, ¿a qué viene eso de decir que es viudo? Pero se recupera pronto y contraataca:
_ Al principio cuando llegó Bernardo, fue difícil, no tenía mucha idea de lo que tenía que hacer, recién salido de la escuela de maquillaje. Le enseñé todo lo que sabe y le mantengo aquí porque en esta empresa nos mueven bastante. Él sabe agradecérmelo.
_ ¿Y qué tal lleva lo de su pobre esposa? Ya está bien, habrá sido muy duro para usted._ Lucía dice esto acercándose a Acadio y entrando en contacto con él por primera vez.
Acadio cierra los ojos y se siente más vivo que nunca, emocionado, se siente capaz de todo, desde su debilidad de hombre entrado en años, Acadio siente un romanticismo pueril. Coge la mano de ella y a punto está de darle un beso, como se daban en las películas que él veía cuando iba al cine de niño.
_ ¡Ay! ¡Mi ojo! ¡Deberías tener esto más limpio Acadio! ¡Quedamos en que cada uno se encargaba de la limpieza de su sala!_ Bernardo interrumpe aquel beso caballeroso y pacato.
Lucía va corriendo a auxiliar al joven, que se sostiene el ojo penosamente.
_ Espera, abre el ojo un poquito, voy a soplarte para que salga lo que haya entrado.
Le hace agacharse, le aparta las manos de la cara, le sostiene los párpados para mantener el ojo abierto y sopla suavemente, cálidamente, arrugando sus labios gruesos y brillantes.
Cuando Bernardo se incorpora, agradece a la mujer sus atenciones dándole un beso en la mejilla mientras lanza una mirada triunfadora a Acadio que está furioso como un dibujo animado. Se siente herido, siente vergüenza por haber intentado seducir a aquella mujer y por eso, una rabia incontenible le incita a dirigirse a la pareja y… Pero no, recoge un papelito que se ha caído del bolso de la mujer y que permanece junto a su tacón.
_ Tenga señorita, creo que esto es suyo.
_ ¡Muchas gracias, querido! Si llego a perderlo no sé qué hubiera hecho_ agradece Lucía, que da un beso en la mejilla a Acadio, a la altura de la comisura, y le deja la marca de la barra de labios.
El viejo, que creía tenerlo todo perdido, que iba a retirarse para auto compadecerse por su debilidad, vuelve al ruedo, sujeta el beso de la visitante como si fuera a evaporarse mientras sonríe cruelmente al chico que le observa con agresividad.

Durante unos minutos no ocurre nada, Bernardo y Acadio se miran con odio, en el aire flota aquel olor acre, dulzón, pegajoso, del perfume. En la radio sólo se oía la canción de Los Rolling, una y otra vez. Si alguien hubiera podido estar presente sin haber caído en el embrujo de Lucía, habría sentido miedo.
_ Traeré unos cafés, ¿le apetece, señorita?_ dijo Bernardo, al que tocaba mover pieza_ ¿lo quiere con leche y azúcar?
_ Sí por favor, eres muy amable, Bernardo.
Volvió a decir su nombre. Bernardo tiembla, cruza la cortina negra, pide un café con leche y azúcar a la máquina y, mientras esta lo prepara se dirige a la zona donde guarda sus pinturas. 
En un pequeño cajón el maquillador guardaba algunos químicos que su predecesor usaba con sus clientes, en concreto, coge azufre que, en cierta cantidad y, añadido al cobalto pulverizado y al alumbre en polvo, el cloruro sódico y la sal amoníaco, se usaban como antiséptico cuando los cadáveres que llegaban a la funeraria eran algo viejos. Machaca una pequeña cantidad, el olor le recuerda al perfume de la mujer. Dirige el polvo resultante a un papelito que coge de la misma mesa en que trabaja ahora y se lo guarda arrugado en el bolsillo de la bata.
Sale al pasillo, aparta el café para Lucía Fera, pide uno solo sin azúcar, para Acadio. Cuando el café sale, en seguida ya que al jefe no le gusta el café con añadidos, vierte el polvo de azufre en el vasito de plástico. No puede esperar a pedir otro café, así que coge un vasito y lo sujeta vacío.
Entre tanto Acadio entretiene a la cliente mostrándole el registro. La dama lo observa con gran detenimiento en busca de un nombre que le sea ligeramente familiar, se detiene en uno, pero disimula, no quiere que se note su interés.
_ Su café señorita, tenga.
_ Toma Acadio, el tuyo, solo y sin azúcar.
_ ¡Mmmm!_ exclama Lucía que ya había empezado a dar su primer sorbo.
_ ¿He hecho algo mal, señorita? Con leche y azúcar, como me pidió, si no le gusta le traigo otro encantado_ se disculpa Bernardo.
_ No querido, está perfecto, es que nunca había conocido a nadie que tomara el café sólo y sin azúcar, dicen que el café dice mucho de la persona que lo toma.
La visitante mira a Acadio dejando caer, a continuación, sus largas y espesas pestañas sobre su vasito de café. El viejo se sonroja y se bebe el café de un trago sin percatarse de su olor, probablemente, porque se confundía con el olor general de la sala.
Acadio comienza a sentirse mal, mira a Bernardo que sostiene una mirada siniestra mientras le muestra su vasito vacío.
Acadio coge un abrecartas, con discreción lo guarda en el bolsillo de su bata y se acerca a Bernardo para apoyarse en él diciendo:
_ Me temo que voy a tener que dejarles solos_ usa un lenguaje propio de las películas de los cincuenta_ no me encuentro muy bien.
Pero lejos de marcharse, y mientras Lucía se aleja de la pareja intuyendo lo que va a ocurrir, Acadio asesta una cuchillada a Bernardo entre la sexta y la séptima costillas.
Acadio muere a las 10:30 horas de la mañana, Bernardo cinco minutos después, mientras Lucía Fera recoge el libro registro de la funeraria, arranca la hoja que le interesa y desaparece por la puerta del establecimiento que ya nunca más volvería a ser el mismo.