Se llamaba Andrés y vivía en
Móstoles. Su rareza consistía en aparentar un típico joven americanizado al
estilo de las series de televisión. No parecía tener más responsabilidades en
la vida que parecer bello e invulnerable, un poco patoso, gracioso y heroico,
más inteligente que nadie y cuidadamente sensible. Se diría que ensayaba ante
el espejo cada mañana el trozo de rol que mostraría ese día.
Siendo estos sus objetivos
inmediatos durante sus primeras décadas, el destino le recompensó con bastante
contundencia durante su mediana edad. Si miramos su futuro, dentro de treinta
años encontraremos a un hombre soltero, sin hijos, mantenido por una pensión y
una enfermera que le mira como si él mismo fuera su propia cuadriplejia.
Al morir dispondrá su tumba:
“Así valoró en su juventud que podía con aquel coche y desperdició su vida,
pero qué sonrisa más cara tuvo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario