Nadie sabría nunca que Lucía había ido a Burgos a cerrar la última herida que dejaba salir algo de sí misma al exterior. Después de haber perdido la esperanza y la paciencia junto a todo aquel tiempo pasado, quedaría al margen del mundo y sería una simple observadora.
Pero lo improvisado de la fantasía, llamémoslo casualidad, hizo que ella, una pequeña nada en la historia, encontrara a la bestia y la liberara. Fue responsable de que Arlanzón caminara entre los hombres y mujeres de los que había decidido apartarse.
Cuando salieron de la catedral, el Perro se inclinó y la miro a los ojos. Su cara de lagarto parecía sonreír eternamente. Aquéllas fauces húmedas y fibrosas dejaban salir la lengua que los reptiles usan para olisquear el aire buscando presas. Levantó una mano, le agarró un mechón grande de pelo y tiró de él con la fuerza necesaria para que Lucía casi pegara su oreja al hombro. Ella no se quejó, parecía una autómata, una marioneta con la mirada fija y gris.
Después de un rato, Arlanzón se cansó de su juguete, la golpeó con el dedo en la frente y se dio media vuelta. Caminaba hacia el río como un adolescente perezoso y Lucía le siguió, al fin y al cabo, hubiera sido más raro volver al hotel sin más.
Y así, ¿casualidad de nuevo, tal vez? a cada paso, casi sin darse cuenta, ella fue un momento más joven, en su pelo había una cana menos, de su cara desaparecía una arruga por cada metro recorrido y a su mente volvían las dudas y la curiosidad de antes.
_ ¿Y ahora qué?_ pensaba_ ¿le digo que venga conmigo a Madrid? ¿Qué comerá? ¿Moscas? ¿Es animal o humano? ¿Debo censarle o vacunarle?
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